Me acuerdo de ti cuando veo...
Extiendo tu vieja y descolorida toalla en la arena y me tumbo en ella boca abajo.
Cierro mis ojos y entonces te siento a mi lado, noto el calor de tu cuerpo junto al mío, tu mirada cálida y dulce, tus suaves palabras hablándome del mar, de ese mar que tanto amabas y que tantos secretos nuestros guarda.
Tu mano me roza en un descuido y mi vello se dispara electrizado al sentir tus finos dedos. Mi piel se eriza suspirando por tan leve contacto, hambrienta de tu piel, del suave roce de tus manos recorriendo mi espalda lentamente.
Suspiro y mis ojos se enteabren lentamente. Observo las olas romper en la orilla, su debil e incesante murmullo me llama insistente pidiéndome que me acerque hasta tí, que demos otro paseo juntos por la orila, que me introduzca en el mar para volver a fundirme junto a ti en un inmenso abrazo sin fin.
Porque allí puedo llorar sin miedo, sabiendo que únicamente tú sentirás mis lágrimas de amor infinito, puedo bailar una danza sin fin mientras me meces en tus brazos convertidos en suaves olas, puedo soplar pompas de jabón repletas de sueños e ilusiones nuestras que quedaron inconclusas.
Porque no existirá jamás nada que pueda separarnos, tan sólo un espacio infinito en el que un día volveremos a encontrarnos.
RECUERDOS
Entre mis más antiguos recuerdos está instalada la atracción hacia ese oscuro y pequeño lugar.
Recuerdo a mi abuela con su enjuto cuerpo siempre vestido de negro, su inseparable pañuelo que ocultaba su cabello nevado por tantos duros inviernos, sus pies cubiertos por zuecos de madera que la aislaban de la fría y húmeda tierra y un cubo de metal en la mano subir cada tarde los grandes escalones de piedra con una pesada llave en su arrugada pero suave mano que abría la puerta de madera quejosa por los años.
Cada tarde yo la esperaba unos pasos más atrás negándome a acompañarla dentro, sin quitar la mirada de esa puerta por la que ella había desaparecido y de la que desde la distancia unicamente se sentía oscuridad, para ayudarla a llevar a casa el pesado cubo lleno de patatas con el que prepararíamos la cena, ese lugar me atraía y aterraba en la misma medida sin saber por qué.
Cada año, cuando volvíamos en vacaciones, mi abuela insistía en que la acompañara y cada año mi negativa era la misma, seguía tan reacia a acercarme a aquel lugar como a probar los pequeños pimientos de padrón que la ayudaba a recoger de las matas tan cercanas al lugar que me atormentaba sin motivo.
Una fría y húmeda noche de invierno, casi al término de mi adolescencia, recibimos la noticia de la muerte de mi abuela, mientras mi madre lloraba su orfandad, mis pensamientos volvieron hacia ese lugar y de repente supe que podía entrar, que nada debía temer porque ella siempre estaría allí, en su querido horreo, para velar por todos los que tanto la queríamos.
Fue triste volver y comprobar que se había convertido en un espacio vacío, sin uso, relegado al olvido, sin embargo cuanto más me acercaba mejor me sentía, notaba como ella estaba junto a mí en ese lugar.
Ahora después de tantos años, al reencontrarme con esta vieja foto, he visto de nuevo a mi abuela y nos hemos sonreido felices.
Mas recuerdos en: http://callejamoran.blogspot.com/